Ramón Gómez es uno de los paisajistas españoles con más sensibilidad hacia la flora silvestre. Su labor divulgativa para cambiar la mirada sobre la mal lllamada "malas hierbas" en los entornos urbanos es extensa; artículos, charlas, publicaciones de libros...También en sus trabajos profesionales de diseño de zonas verdes introduce esta flora en sus propuestas.
Como amante de los descampados abandonados, de los no lugares, donde la flora silvestre crece salvaje sin la amenaza de las máquinas segadoras, le llevamos a uno de nuestros espacios verdes favoritos de Villaverde, un antiguo polígono industrial varado entre la autovía A-42 y el final de un parque urbano, que ha siso colonizado por la vegetación.
Maravillado por el espacio, le propusimos el ejercicio de escribir un pequeño artículo o escrito en el que se imaginase cómo podŕia ser la gestión y relación de la ciudad con estos espacios que son un bosuqe urbano en potencia.
DE CAMINO AL BOSQUE
El
árbol por el que algunos derraman sus lágrimas de alegría para
otros es solo algo verde en el camino…William
Blake (1757 – 1827)
Hoy en día pocos serán los audaces, aunque alguno habrá, que pongan en duda los beneficios que otorga la presencia de la naturaleza en las ciudades. De hecho, el árbol se ha convertido en un símbolo de la mejora del medio ambiente urbano. No está de más recordar que estamos inmersos en una crisis medioambiental sin precedentes, que podríamos sintetizar en un cambio climático y una pérdida de biodiversidad. Sin duda, la presencia de plantas a nuestro alrededor colaborará en minimizar sus efectos.
Sin embargo, las urbes se han ido transformando y endureciendo, expulsando poco a poco de nuestro entorno a la naturaleza. Embutimos a los árboles en ridículos alcorques y perseguimos a las hierbas espontáneas como si fueran autoras de terribles delitos. No negaremos que desde que se inició el presente siglo, las ciudades han iniciado una inevitable transformación. En este proceso de cambio se ha comenzado a expulsar tímidamente a los coches, llevándolos cada vez más lejos de los centros urbanos. La ciudad se “esponja” y ello ha permitido que los peatones vayan recuperando los espacios libres que dispusieron antaño las generaciones de nuestros padres y abuelos. Sin embargo, en este proceso no se observa un incremento de “lo verde”, más allá de macroproyectos políticos con más peso publicitario que real. No nos engañemos, por regla general, en la ciudad lo natural no suele ser bienvenido. Todo debe ser milimétricamente controlado y autorizado. Queremos naturaleza, pero a poder ser controlada y lejos de nosotros.
Hasta ahora no hemos dejado de humanizar la naturaleza; es momento de que la humanidad comience a naturalizarse. De invertir el proceso, de parar la destrucción global, incluso desde las ciudades. ¿Pero por dónde empezar? Por fortuna, todo terreno que el hombre olvida se convierte con suma rapidez en un lugar de acogida para la fauna y la flora. Surge una incansable vegetación espontánea ajena a los habitantes de la ciudad que inmersos en sus quehaceres diarios no se percatan de este sorprendente renacer. La naturaleza repara continuamente lo que nosotros no dejamos de destruir. Las especies, de ciclo corto, las hierbas, son el comienzo de la restauración.
Así mismo, todas las ciudades cuentan con espacios sin uso, muchos marginados a las afueras, pero otros mucho más céntricos. Sin una utilidad aparente, todo espacio vale: un retal de terreno dispuesto en tierra de nadie, una triste glorieta olvidada desde hace años o una inerte e inmaculada pradera que despilfarra una gran cantidad de recursos. Lugares sin nombre, sin usos, sin ser vistos a pesar de su situación privilegiada. A veces, se trata de pequeños sitios; otros, sorprenden por sus grandes superficies. Son los denominados «lugares rotos», inconexos, sin alma, que han perdido toda identidad. Sea como fuere, se trata de paisajes incomprendidos donde lentamente surge una incipiente naturaleza. Dejemos que eso ocurra hasta el final de sus consecuencias: el bosque. Tan solo hace falta tiempo, cuanto más mejor. Poco a poco se irá consolidando una humilde vegetación que será el germen del añorado bosque perdido. Zonas que han sido capaces de soportar infinitas agresiones, obligadas a reiniciar su sucesión vegetal, por fin podrán expresarse con claridad. Y con el paso de las estaciones, la vegetación habrá ascendido otro escalón acercándose un poco más a la etapa clímax.
Solo necesitamos creer en ellos. Ahora bien, debemos de darles la calma propia de la vegetación mediterránea. Otorguemos el tiempo necesario. Los periodos no son los que impone el hombre, sino la calma que demanda la naturaleza. Olvidémonos de etapas breves. Hablemos de décadas, o incluso de generaciones, cuanto más tiempo mejor. Y, poco a poco, se irá transformado la humilde pradera en el orgulloso encinar. Nuevos espacios alejados de las clásicas zonas verdes urbanas. Donde el sometimiento no sea el eje de las labores de conservación. Donde la propia dinámica de la vegetación permita transformar el paisaje. Son los “bosques fragmentados” que podrían servir de conectores entre la naturaleza y la ciudad, pasos por donde pudieran circular la vegetación y la fauna. Quizá algunos de estos espacios serán temporales (unas décadas), otros estarán destinados a alcanzar su etapa clímax en generaciones venideras. Pero gracias a los más breves habrán surgido infinidad de insectos polinizadores, en la actualidad en un preocupante decrecimiento a nivel mundial, que a su vez fomentarán la aparición de otros pequeños vertebrados (reptiles, anfibios y aves). Por no hablar de las virtudes estéticas que transmiten estas hierbas con sus abundantes flores y colorido a lo largo de las estaciones. Aquellos con un carácter más permanente, con el tiempo se convertirán en formaciones arbustivas y, finalmente, tras muchos años alcanzarán su etapa clímax.
Es el germen de un nuevo concepto. Un espacio natural dentro de las metrópolis, pero alejado de las clásicas zonas verdes urbanas. En ellos la intervención no debe ser el eje de las labores de conservación; desaparece la obsesiva necesidad de control, se respeta la espontaneidad vegetal y su propia evolución. En definitiva, es la dinámica de la vegetación la que esculpe y va dando forma al paisaje.
En estas masas boscosas no actúa el jardinero, pues se debe intervenir con más calma. Sin pliegos de limpieza ni metas de rendimientos. Algunos de estos espacios deberán vallarse permitiendo que el tiempo los defina sin la intervención humana. No son para los ciudadanos, están destinados para la naturaleza. Otros, con la vegetación ya establecida en sus diferentes estadios, se participará en ellos de forma liviana para no dañar a la vegetación y permitiendo la convivencia con los urbanitas que añoran la naturaleza. En definitiva, retazos de vida natural que deberán repartirse por toda la ciudad creando puentes entre el exterior y el interior. Cumplen la misión de inocular de naturaleza la ciudad, recuperando la espontaneidad y algo de lo salvaje.
Y lo más hermoso es que todo habrá comenzado con las anónimas y humildes hierbas callejeras…